Conmemoración del 22 aniversario de los ataques del 11 de septiembre
Palabras del Encargado de Negocios, Kevin O’Reilly
11 de septiembre, 2023
Hoy vi al entrar a nuestra Embajada, la bandera ondeando a media asta, en luto.
Y recuerdo cada aniversario del 11 de Septiembre de 2001, en cada instalación oficial nuestra y en cada rincón de nuestro país.
Cualquier persona con edad suficiente para recordar los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001, y ciertamente cualquier estadounidense, recuerda una experiencia intensamente compartida y una intensamente personal.
Igual que millones de personas en todo el mundo, vi por primera vez en televisión, en vivo, las imágenes del World Trade Center en llamas; un amigo me llamó a mi oficina en el Departamento de Estado y solamente me dijo, “enciende la televisión—ahora.”
Minutos más tarde, igual que cientos de miles de personas en Washington, vi con mis propios ojos el humo saliendo del Pentágono.
Como decenas de miles de personas en Washington y Nueva York y alrededor del mundo, pasé gran parte del día preocupado por un miembro de mi familia.
Mi hermano vivía y trabajaba en Manhattan, a unos pasos de las dos torres; él sobrevivió, pero no fue ése el caso para 2.997 otras almas.
Era un día terrible que se volvió más extraño porque había un hermoso cielo de azul claro y un clima agradable —28 grados Celsius, 83 Fahrenheit—apenas una nube en el cielo—un cielo que parecía burlarse del sufrimiento con indiferencia.
Un sacerdote que luego ofreció la misa fúnebre para un amigo que murió en los atentados dijo que su propio “espíritu entero se derrumbó sobre el suelo.”
Muchos compartieron el mismo sentimiento.
Pero también recuerdo cómo dos personas que murieron en el ataque—hombres que nunca conocí en vida—me ayudaron a superar el sentimiento de desolación.
Los conocí a través de sus obituarios.
Leí acerca de William Feehan, un león del Departamento de Bomberos de la ciudad de Nueva York.
Hijo de un bombero, padre de un bombero, veterano de la Guerra de Corea; tenía 71 años cuando murió, el profesional de carrera de más alto rango dentro del cuerpo de bomberos como Comisionado Adjunto.
Entró en el servicio en 1959 y hasta la fecha de hoy es la única persona que ha ocupado cada rango dentro de su departamento.
Dicen que conocía la ubicación de cada boca contraincendios en la ciudad y que no dejaría que su departamento reemplazara el teléfono rotativo sobre su escritorio.
Vivió una vida de servicio, protegiendo comunidades y salvando vidas.
También leí sobre el Fraile Mychal Judge, sacerdote franciscano, una orden conocida por sus compromisos con los pobres y con la caridad.
Él sirvió en un convento y parroquia en la Calle Treinta y Uno Oeste, frente la Estación de Bomberos del Engine No. 1-Ladder 24, y se convirtió en capellán de bomberos.
El colapso de la Torre Sur los mató a ambos, entre muchos otros.
Durante años, el Fraile Mike respondió a los incendios, atendió a los civiles y a los bomberos heridos—y a los moribundos—y en casos de fallecimientos, a sus viudas, y sus viudos, y a sus huérfanos.
Cuando el SIDA aún no tenía un tratamiento eficaz, se convirtió en uno de los primeros miembros del clero que atendió y cuidó a los que morían de esa terrible enfermedad.
Vivió con sencillez, repartió compasión, y nunca rechazó a nadie.
Escribió estas líneas que regularmente repartía en tarjetas de oración a las personas sin hogar, los moribundos o enfermos, y a los simplemente enfermos de corazón:
Señor, llévame dónde quieres que vaya.
Déjame conocer a quien quieres que conozca.
Dime lo que quieres que diga.
Y no permites que obstruya tu camino.
Que buena manera de vivir una vida digna.
Sus historias me dieron esperanza, y todavía me la dan.
Recuerdo que pensaba, lástima que no los había conocido, qué terrible que murieron así, pero también pensaba que si nuestra sociedad y la humanidad habían producido servidores como éstos, bueno, entonces íbamos a producir más hombres—y más mujeres—como éstos, y que íbamos a enfrentar y superar los obstáculos que tuviéramos por delante.
Muchas personas murieron ese día, cruelmente asesinadas—niños de Washington, tomando un vuelo para participar en un campamento de ciencias en California; lavavajillas en el restaurante Windows on the World; turistas viajando de Boston a la costa oeste: ciudadanos de una veintena de países; devotos de media docena de religiones—hombres y mujeres prominentes y anónimos; cada persona con su propia dignidad humana, querida por su familia y en su comunidad.
Lamentamos la pérdida de cada individuo, pero también quisiera recordar y agradecer en particular a los que respondieron para ayudar a aquéllos que fueron víctimas de estos ataques, incluyendo a muchos que sacrificaron sus propias vidas en el intento: Setenta y un policías, trescientos cuarenta y tres bomberos, ocho paramédicos abrazados por el fuego.
En esa hora oscura, cuando la pregunta les llegó, «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» cada uno respondió, «Aquí me tienes, mándame a mí».
Como los límites de una cuenca, donde a un lado las aguas corren en una dirección y al otro lado corren en la dirección opuesta, ese día cambió el mundo y afectó profundamente a Estados Unidos. Nos lastimó. Desvió nuestras energías. Confundió nuestra cultura y nuestra política durante una generación. Tuvimos que afrontar una nueva sensación de vulnerabilidad y trabajar duro para superarla, pero nos hemos renovado.
Mi carrera claramente tiene un antes y un después: mi trabajo y mi misión cambiaron, las aguas corrían en una nueva dirección y muchos, muchos de nuestros colegas aquí, y en todo el mundo, pueden decir lo mismo.
Otros entraron en el servicio público después y debido a, los sacrificios que vimos ese día.
Nos hemos renovado con gente buena, gente buena con don de servicio.
Con cada generación y cada nuevo desafío, hay renovación.
Con cada año que pasa, enfrentamos tragedias y dificultades y hemos tenido que cruzar nuevas líneas divisoras, y seguramente habrá otras en nuestro futuro, no sólo para Estados Unidos sino para todos nosotros.
¿Y la gente que nos renueva?
Los hemos conocido—hemos servido al lado de ellos; los hemos visto levantar sus manos para decir «mándame a mí».
Reconocemos que los desafíos de ayer no siempre son los de hoy, o los de mañana.
Pero el ser humano es resiliente y cada sociedad humana también lo es. Hay que reconocer la esperanza innata en esto.
Recordamos siempre lo que pasó en Nueva York, en Washington y en Pensilvania el 11 de septiembre de 2001—pero también tantos otros desafíos que parecían insuperables en su momento—como lo que pasó en otro 11 de septiembre en 1973, hace cincuenta años—cuando un golpe militar usurpó por largos y muy duros años la autoridad democrática del pueblo chileno, acumulando poder de manera ilegítima en manos de una dictadura violenta, cruel, y profundamente sanguinaria.
Hay que decir de esta época oscura en la historia de nuestro hemisferio, como otros ya han dicho, nunca más, y hay que admirar como los chilenos, y otros también, defendieron el derecho de vivir sin miedo, de vivir en paz.
Las fechas cambian, pero cada sociedad enfrenta su propia versión del 11 de septiembre, una crisis causada por el hombre o por la naturaleza: los cañones de agosto de 1914, la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, el terremoto del 23 de diciembre de 1972 que devastó esta ciudad—pero cada sociedad tiene quienes levantan la mano y dicen, nuevamente, «Aquí me tienes, mándame a mí».
En ese sentido, estos desafíos nos unen. En lugar de resaltar nuestras diferencias, nos recuerdan nuestra humanidad compartida.
Recordamos—y al mismo tiempo enfocamos nuestras energías hacia dónde debemos ir, en las palabras del himno que se hizo famoso durante nuestras luchas duras por los derechos civiles y la Marcha en Washington hace sesenta años, mantenemos nuestra vista fijada en el premio, enfocándose siempre en los trabajos pendientes para construir un futuro mejor—siempre más equitativo, más sustentable, más resiliente—y confiamos en el poder de la renovación.
Porque el mundo sí ha producido y producirá más gente ejemplar como Bill Feehan y más como el Fraile Mike.
Pertenecen a comunidades en cada rincón de nuestro mundo, por supuesto no solamente de mi país o de Chile o Nicaragua, o de cualquier otro país en particular, sino que están distribuidos generosamente entre nosotros, y por cierto no solamente en la función pública. Son o serán prominentes y anónimos.
Hay mujeres y hombres valientes en todo el mundo atendiendo a los enfermos y moribundos—o actuando en defensa de los pobres, de los indefensos, de sus libertades, defendiendo la soberanía, la integridad territorial, y la autodeterminación de sus naciones—y, por cada uno de ellos—en nuestras comunidades, en nuestro hemisferio, y en nuestro mundo—estamos más que agradecidos.
Y a la puesta del sol, en este día solemne, izaremos nuestra bandera y vamos a mirar hacia el futuro.
Thank you.